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sábado, 19 de abril de 2008
La mano
La mano de un anciano
recoge la noche, un sorbo de distancias,
sus hojas
caen con un frío dentado,
tienen los trajes de un mundo desteñido,
cigarros que humean el festín.
Dibujan el rostro antiguo
de una madre ausente en su aliento, como escondrijos.
El viaje que no demora,
y la mano pide
le regresen sus líneas,
amarras yertas a un puerto inundado;
rostros y partidas,
temores y soledades
se asoman frente a su espejo ya deshecho.
Que le salven sus reductos de vagabundo ¡
y el mirar atribulado;
el bosque quejumbroso al fondo
que da a un pasillo trémulo
bajo sus párpados.
Un abrigo de lana blanco
como un silencio y un no, aguarda.
Su día inocente, amuletos tejidos como una voz de ácigos
y nadie conoce quien fue él en su silencio.
Ni él se recuerda.
Cual noche como una tinaja,
empecinada en no abandonarse húmeda.
Le caen sueños deshojados,
cavilando,
siente que se ha ido el misterio,
le conceden la libertad plena
y ya ve, que es hora,
mientras lo vienen a buscar.
Alguien tendrá que llevarlo a la cama
y así va dejando su perverso desencuentro,
su inquietante ternura bajo sus ojos iluminados de horizontes.
Un remanso baldío,
detrás de aquella montaña donde queda su casa vieja,
con su puerta de eneldo y cigarras de primavera.
Una decena de árboles tienen su piel
y el aroma a frutos desarraigados del tiempo.
Luis Gilberto Caraballo
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