A todos los niños del mundo
Los ángeles más puros,
los que, de veras, se manifiestan
y se asoman a la carne,
y se aferran a las cosas,
son niños.
Nacen, mágicamente,
del vientre de la madre que urdió
su parto en alguna sombra
iluminada íntimamente
de amor y de sexo.
Y no importa que fue más
(si placer, o rutina, o ultraje),
el ángel nace inocente,
terso como una seda y canta,
el dulce salmo de amor:
Te necesito.
Y los deditos del ángel tienden
a hacerse más lindos con el tiempo.
La energía les va dando caricias.
Los niños sólo saben amar
hasta que los daña el desprecio.
Por eso, yo no le quito el rango
a los ángeles que veo.
Les invento jerarquías,
según los voy queriendo y descubriendo
en los patios y en los parques.
Sí. Los ángeles existen y se encarnan
y no los busco en la mitología,
ni los reinvento en milagros
de astrólogos y quimeristas a sueldo.
Los veo todos los días.
2.
Para que haya ángeles,
es decir, alegrías que se vistan
en carne, que agiten alas de vida
en los cielos terrestres,
el niño nace.
Y la mujer es una mano divina
que tiene muchos nombres,
inclusive el de estrella y camino,
vía láctea, centauro, bicha, loba,
pero el ángel no teme.
Para que exista el ángel,
todo en la Tierra es un seno,
el pezón provisor del Gran Regazo,
la geografía sutil del tibio pecho,
y el niño se lacta y vive.
Y el ángel se vuelve denso, saludable,
juguetón, impusivo, cariñoso, y explora
las arrugas y las fantasías, entre agua y fuego,
y texturas y aromas y, con sinestesias,
reinventará los rostros y oscilará en lo ingenuo.
El niño es el consuelo mayor de los consuelos.
Cuando falte al mundo su belleza, él quedará.
Cuando el placer no tenga sentido, son ellos,
los ángeles quienes redimen, y formarán
al amor puro con llama purificadora.
Para que exista la perpetuación
del paraíso, o la sombra posible de utopía,
el querubín tiene el secreto de la espada,
sus dos ojitos tiernos, su piel diáfana,
su voz tan melodiosa que transforma cada verbo.
Para que haya ángeles prestos
a volver a nuestro lado y embellecer al bíos,
al paisaje biológico del mundo,
yo cuido a los niños que conozco:
son alas, sin plumaje,
puro amor en pies humanos.
En fin, los ángeles más puros,
los que, de veras, se manifiestan
y se asoman a la carne
y se aferran a las cosas,
son los niños.
Carlos Lopez Dzur
6-1990 / De mi libro «Tantralia»
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