viernes, 11 de enero de 2008

Pasión del poeta


Entre cristales resonantes cual copas de sortijas,
bebíanse del vaso las delicias de un racimo.
Ahí sentados, como dioses,
pluma en mano, atavío fino y guante raso,
los poetas deleitaban con sus versos la verbena.
Alzó la mano Pablo, Neruda por renombre,
y mirando a un retrato, dijo:
"Confieso que he vivido."
Y clamó sus versos de amor y sentimiento.

Le siguió Darío. Rubén Darío por respeto he de decirlo.
Insigne y magno en su apariencia,
quien alzando gallardamente el brazo, exclamó:
"Padre nuestro, que estás en los cielos…"
Y recitó los versos celestiales del Hermano Asís.

Tras un minuto de silencio le siguió en su asiento,
sin pararse o inmutarse, Baudelaire.
Seco, arisco, sin mueca alguna,
miró hacia el techo y contemplando el tejado, enunció:
"Mi pobre musa, ¡ay! ¿qué tienes este día?".
Y con un gélido acento, recitó La metamorfosis del vampiro.

Callaron los poetas y observando al cuarto asiento,
del lugar un individuo levantóse y dijo:
Yo no soy poeta, señores. Lo admito y reconozco.
Jamás he escrito un verso.
Tras un silencio corto fijó su vista hacia la nada y exclamó:
¿Ven lo que yo veo?
Distante, la noche acoge lo que el mar asombra.
En el rito de las olas duermen las corolas
como ávidos pájaros y se enseñorean en sus caudas.
¡Yo los veo, los siento, los palpito!
¿Qué es la poesía?, me preguntan.
¡Ah, noche mía, noche mía!
¿En qué ruta te escondiste hacia la vida?
¿En qué piélago fuiste devorada?
¿Dónde el fruto se acogió del ave?
Oh mi pasión desenfrenada.
Como un relámpago me ató la vida hacia los labios.
Como un trueno entregó mi carne hacia el deseo.
Ella sus ojos, yo su canto.
Me vestí de arroyo tras su cause.
Arremetí la cumbre por su nombre.
Acogí la flora por sus labios.
Desmembré los sauces por sus manos.
Y conté uno a uno sus besos de la tarde.
Uno a uno, poetas. Y con sólo una mirada
aprendí del trino, de las rocas, de los picos, de las noches.
Yo nunca he escrito, señores.
Pero sé de ella… de sus besos.
Y he mirado el mar al abrir ella sus ojos.

Calló el poeta y murió la tarde.
El mar rugía efervescente.
Y la noche musitaba una caricia.

Salvador Pliego

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